UN GOLPE DURO
Esta semana en el Diván, tenemos el placer de contar con una persona excepcional. Ella es Marta Peña, una enfermera de 31 años que, en plena juventud, sufrió una desafortunada caída que, sin saberlo ni quererlo, le cambió la vida. Os dejamos con su historia.
Tenía 19 años, era la final de la copa Catalunya de Básket, e íbamos perdiendo de uno. Yo, base del equipo, tenía el balón en ese momento. Dos defensoras me impidieron el paso provocando una caída muy fuerte que ocasionó distintas contusiones en labio y rodilla; aparentemente no existía ninguna otra lesión, así que me sacaron en brazos de la pista y me llevaron al hospital. Al pasar las horas, sentí un leve dolor de espalda que irradiaba hacia las piernas, un dolor que yo misma relacionaba con la contusión de rodilla. Me hicieron radiografías y diagnosticaron un esguince de ligamento lateral, con lo que tuve que estar en reposo unas semanas; al dolor de espalda no le dieron más importancia, aunque la leve molestia persistía. Cuando retiraron el vendaje de la rodilla y empecé a andar, observé que la pierna me fallaba; además, el dolor que sentía era distinto al que en un principio me producía el esguince. Este consistía en un tipo de hormigueo, que iba de la zona lumbar derecha hasta el pie, el cual me debilitaba el paso al andar. Comenté esta incidencia al doctor y rápidamente me hicieron una radiografía lumbar; en esta ocasión, las noticias no fueron tan buenas: sufría una espondilolistesis de L4-L5 y L5-S1, y las pruebas mostraban varias apófisis transversas fracturadas. Para comprobar el estado de dicha lesión, el doctor procedió a solicitar un TAC de urgencia. Antes de poder recibir el resultado, subiendo las escaleras del metro, mis piernas “dejaron de funcionar”. No puedo recordar que sentí, solo se que todo fue muy extraño. Llamé a mi madre, me vinieron a buscar y me trasladaron a casa. A la mañana siguiente, me levanté de la cama y pude andar perfectamente. Pasó una eterna semana de espera y finalmente fuimos a buscar los resultados del TAC; fue entonces cuando todo mi entorno excepto yo conoció la gravedad de la lesión. La distancia milimétrica que separaba a esta chica de 19 años de pasar el resto de vida en una silla de ruedas era de 2Mm, 2 Mm. entre L5 y la médula espinal.
Los doctores, no me informaron del grado real de gravedad, pero si avisaron que mi espalda corría cierto peligro y que debía operarme de inmediato; Eso sí, me hicieron un breve resumen de como sería el postoperatorio, anunciando que vendrían meses de duro trabajo en el que haría falta, principalmente, mucha fuerza de voluntad por mi parte. Yo no podía, o mejor dicho, no quería creer aquellas palabras, no estaba dispuesta a pasar tantos meses de mi vida con rehabilitación, y por ello fui en busca de segundas opiniones. Estas dijeron exactamente lo mismo que el primer doctor, así que no tuve más remedio que cambiar el chip y aceptar lo que estaba ocurriendo.
Así pues, acudí de nuevo al primer doctor, Dr V.L; El día anterior a mi ingreso, salí de cena con los amigos para celebrar mi momentánea “despedida”. Fue genial, risas, anécdotas, hasta fuimos a echarnos un bailoteo. Fue entonces cuando en medio de la pista sucedió exactamente lo mismo que en las escaleras del metro: las piernas dejaron de funcionar y caí directamente al suelo. Pienso en ese momento y recuerdo lo mal que me sentí. De antemano, ya estaba aterrada por la operación, pero el instante en que las piernas no respondieron, me hizo abrir los ojos y conocer la gravedad de la situación: debía operarme o no de lo contrario, quizás no podría volver a andar el resto de mi vida.
EL INGRESO
Ingresé en el hospital el 12 de setiembre de 1997. Al día siguiente me operaron; la intervención duró de 8 de la mañana a 2 de la tarde. Las catorce horas posteriores las pasé vomitando como respuesta a la anestesia, sin poder prácticamente levantar cabeza, y pasé los siguientes cinco días sedada con morfina. Uno de mis mejores amigos vino a visitarme y al verme en la cama en ese estado tan deplorable, no pudo contener las lágrimas; recuerdo entonces pedir a mi madre no recibir visitas de nadie hasta estar mejor, no quería que los amigos me vieran mal. Tras esos cinco horribles días, empecé a ser consciente del proceso de rehabilitación: curas, retirar sueros, drenajes, etc., y sobretodo, recibir la atención de profesionales y familia para cualquier cosa: tenían que darme de comer, peinar, asear, limpiar mis necesidades,…En fin, hacer todo por mi; esto me hacía sentir realmente inútil.
Durante el proceso de rehabilitación aparecieron complicaciones. Cuando empecé a recuperarme, me hicieron un corsé a medida y empecé a andar en las paralelas del gimnasio del hospital. Los tres primeros días me sentía tonta, parecía “una muñeca de famosa”, patosa, pero bien, estaba andando, y eso era lo importante. Pasados estos tres días, la herida empezó a supurar. Me hicieron pruebas y detectaron una infección. La noticia no podía ser peor, significaba volver a estar inmovilizada y dejar de andar. Supuso un claro retroceso en el proceso de rehabilitación, y con ello me hundí. Mi mente no aceptaba volver a pasar otra vez por lo mismo. Después de una dura semana encamada en la que toqué fondo, una enfermera adorable me ayudó a superar la situación. Mi familia y amigos también estuvieron a mi lado, no me dejaron ni un instante sola. En esos momentos pude darme cuenta de la cantidad de personas que me querían y estaban a mí alrededor.
Poco a poco volví a andar. Empecé a simpatizar con otros pacientes de planta con los que yo misma intenté establecer relación para no sentirme sola; los ratos que pasábamos juntos, me ayudaban a no pensar en la dura situación que estaba viviendo. Para mí, justamente el pensar, era lo realmente doloroso.
Evolucioné bien, todo parecía seguir según lo previsto y aún tener miedo, me sentía muy feliz de poder volver a andar. Después de dos meses, me dieron el alta hospitalaria, y regresé a casa con mis padres y mi hermana.
Tuvieron que adaptar el dormitorio al accidente: una cama más alta, un colchón especial,…Además, no podía hacer nada sin el corsé salvo dormir, ni siquiera podía levantarme sin él para ir al baño a medianoche. Tampoco podía estar de pié quieta, solo podía estar de pie para andar. En casa por fin pude ducharme; si algo recuerdo muy desagradable del hospital, era el no poder sentirme realmente limpia. De todos modos, tenía que ducharme en una silla especial en la que me desvestía, enjabonaba y aclaraba…Siempre sentada, nunca de pie. Antes de la operación, no recuerdo haber valorado cosas tan insignificantes como sentir correr el agua por mi cuerpo; la primera vez que me duché en casa, estuve una hora de reloj.
A partir de aquí, pasaron los meses, y tuve que tomarme la vida sin prisas y con mucha calma. Siempre sentía cierto miedo e inseguridad, pero poco a poco conseguí ser más autónoma. Al cabo de un año y medio intenté hacer una vida normal, el médico me dio permiso para ello; incluso volví a jugar a básket. Retomar el deporte era uno de mis principales objetivos, pero fui yo misma la que se dio cuenta que hacer lo mismo que el resto de compañeras era imposible. Tuve que dejar el equipo, y a raíz de aquí decidí pasar de ser jugadora a ser entrenadora; encontré una buena alternativa que me permitió seguir en contacto con este mundo, sin tener que renunciar a ello.
LA SEGUNDA Y TERCERA INTERVENCIÓN
Al cabo de tres años, empecé a notar un dolor anormal en la espalda. Apareció un pequeño bulto en la cicatriz; durante largas semanas no existía un diagnóstico concreto para esta anomalía, y tuve que someterme a un auténtico calvario de curas en carne viva y demás pruebas sin resultado. Aquí el mundo se me cayó encima; la propia incertidumbre sembraba el pánico en mí y mi familia, eso sí, todo mi entorno me apoyó en todo momento.
Finalmente, las pruebas corroboraron que estaba desarrollando un rechazo al material quirúrgico. Tuve que someterme a una segunda operación en la que retiraron los clavos y placas del lado derecho de la columna, y una tercera y última un año después, en la que retiraron el material del lado izquierdo. El riesgo de infección era alto y por ello tuvieron que ser muy precavidos.
Al cabo de un mes empecé a hacer vida normal, con ciertas limitaciones por supuesto, hasta el día de hoy.
¿Qué pensamientos positivos te ayudaron a lo largo de esta etapa?
Pensamientos positivos…Verdaderamente, a lo largo de las tres operaciones, había muy pocos. Prácticamente, los que más se repetían eran negativos: sentimiento de inutilidad, frustración y tristeza. La inutilidad aparece cuando te das cuenta que no puedes valerte por ti mismo para hacer nada. Yo al principio no podía comer sola, no podía lavarme,…siempre tenía que estar acompañada para todo; la frustración va ligada a este sentimiento de inutilidad. Esta apareció cuando empecé a andar después de la primera intervención, y por culpa de la infección retrocedí y volví a empezar de cero; la tristeza acompaña a todo el proceso, refleja la ofuscación, justamente, del sentimiento de inutilidad, que yo definiría como el principal.
De todos modos, sí que existía un pensamiento que me ayudó a lo largo de la recuperación: el saber que las personas que me quieren están a mi lado, y de hecho, percatarme de la cantidad de amigos y familiares que no me dejaron sola ni un momento.
Desde pequeña, siempre había querido ser enfermera. La vivencia de las tres operaciones potenció este sentimiento, y aumentó, de algún modo, esta vocación. El sentimiento positivo de querer ayudar a los demás, hizo que las ganas por recuperarme fueran en aumento poco a poco. Además, me considero una persona muy exigente, y aunque en ocasiones esta no sea una virtud, en este caso, sí lo fue…El alto grado de exigencia me obligó a sacar fuerzas de donde no las había.
¿Qué cosas crees que aprendiste de esta vivencia?
Pues mira, aprendí sobretodo a perder la vergüenza, a pedir ayuda y a ser egoísta.
A perder la vergüenza porque los profesionales del hospital, así como familiares y amigos, me veían desnuda al lavarme, cambiarme, al hacerme las curas, y por ello, perdí un poco este pudor que todos tenemos.
A pedir ayuda. Hasta el momento nunca me había gustado depender de nadie, y fue entonces cuando aprendí a recibir la ayuda de los demás. Para mi fue esencial esta ayuda, sin ella no habría podido hacer nada.
A ser egoísta, ya que según qué momentos, tenía que pensar en mí; por ejemplo, en aquellos momentos en los que la habitación estaba llena de visitas y yo no deseaba ver a nadie. Así pues, tuve que aprender a decir no para estar bien conmigo misma, a mirar por mis necesidades.
Bien, también debo decir que aprendí a ser más extrovertida, puesto que por narices, tenía que ser una persona sociable y debía obligarme a hablar y mantener relación con los demás pacientes. De hecho, el charlar me ayudó a no pensar constantemente en el problema.
Y si hacemos una mirada al pasado, desde el momento actual, ¿qué pensamientos positivos te han ayudado a incluir esta vivencia en tu historia de vida?
La experiencia me ha aportado aspectos positivos, pero claro, me he dado cuenta de ellos al cabo del tiempo. El convertirme en una persona más fuerte es uno de ellos; quizás, si no hubiese vivido esta experiencia, le daría importancia a “pequeños conflictos” que, para mí, hoy en día, no tienen importancia. Parece un tópico, pero la vida solo se vive una vez, y hay que aprovecharla intensamente, no hay tiempo que perder en problemas insignificantes, y sobretodo, no hay que dejar para mañana aquello que podamos hacer hoy.
La lesión también me ha ayudado a ser más independiente, a decidir por mí, a tomar decisiones que quizás, antes, por miedo, no habría sido valiente de tomar. Hay que ser valiente, esta precisamente es una virtud de las personas luchadoras: arriesgar para vivir. Por ejemplo: no sabía si podría volver a jugar a básket, pero me arriesgue a probarlo…Finalmente me di cuenta de que no podía, y me convencí de cual era mi limitación. Eso sí, lo supe una vez lo intenté. De todos modos, aún convertirme en una persona fuerte, este proceso me ha costado un precio; pensar en todo esto me ha costado días de lágrimas y mucho sufrimiento.
Los pensamientos positivos han aparecido a lo largo de estos años, pero siempre después de momentos duros. Por ejemplo, cuando decidí ser enfermera, tenía mucha ilusión por trabajar a todo gas en el hospital; una vez empecé a trabajar, me di cuenta que mi espalda no soportaba largas horas de guardias, no podía trasladar peso, no podía mover pacientes encamados…Nunca cogí una baja por dolor, pero aún así, tuve que dejar de lado este mundo que tanto me apasionaba. ¿Qué saqué de positivo de todo esto? Reflexionar y saber encontrar una alternativa viable que me contentara. Por ello, hoy en día, estoy trabajando en una mutua. Este puesto me permite trabajar de enfermera, estar en contacto con pacientes, servir a los demás, y hacerlo en un ambiente más relajado y adecuado a mis necesidades.
También he aprendido a no ser conformista, y esto me ha convertido en una persona más dinámica. Como decía antes, ahora vivo la vida con más intensidad, siempre tengo ganas de hacer cosas, quizás la razón de estas ganas incombustibles haya sido el pasar días y meses en cama y en casa.
Algo que valoro mucho de esta experiencia es haberme convertido en una persona más cariñosa. Siempre había sido una chica un poco arisca, no valoraba los abrazos y me costaba recibir el calor de la gente, sobretodo de la familia. Ahora aprecio todo esto, y es más, tengo ganas de regalarlo a los demás…El recibir cariño de los demás me ha enseñado a saber corresponderlo. Los amigos son para mi importantísimos, y el cuidarlos y conservarlos se ha convertido en una de mis mejores virtudes.
Así mismo, el dar y recibir ha colaborado en facilitar mi capacidad de introspección y exteriorización de sentimientos.
Pero bien, después de todo este discurso de "positividad" y virtud, quiero remarcar algo. Solo encuentra aspectos positivos aquel que está predispuesto a buscarlos. La fuerza de voluntad y las ganas por crecer han sido el motor que ha hecho posible toda esta “recolecta” de logros y una integración sana de las experiencias traumáticas en mi historia de vida.
Y para terminar, ¿qué mensaje te gustaría trasmitir a todas las personas que leen esta semana tu vivencia, aquí en el Diván?
Es difícil resumir todo aquello que me gustaría transmitir en pocas palabras. De hecho, la historia que os he contado ya contiene un preciado mensaje. Aún así, me gustaría lanzar un último grito a modo de tres ideas que todo el mundo debería tener muy claras:
- Cuando exista un problema, el primer paso es conocer su “ubicación” para posteriormente buscar solución. Siempre existe una solución, tan solo hay que estar predispuesto a buscarla. Así pues, pensemos en alternativas, no nos conformemos con un NO.
- Apreciar las personas que tenemos al lado, no es un tópico. Siempre que lo necesitemos, debemos aceptar su ayuda, nadie de nosotros es un superman o superwoman.
- Carpe diem. Aprovecha las oportunidades que te ofrece la vida. En un principio parecen muchas, luego te das cuenta que, en un solo instante, puedes llegar a perderlas.
Gracias por brindarme esta oportunidad. Un abrazo a todos los lectores del Diván
Gracias Marta por compartir tu historia con nosotros. Ha sido un honor escuchar a una profesional, mujer y compañera como tú, creo que todos hemos aprendido mucho de tu experiencia esta semana.
Esperamos vuestras aportaciones en el Diván, Marta contestará a comentarios y dudas encantada.
Consulta privada Mª Teresa Mata, psicoterapeuta y fisioterapeuta.
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